ALGUIEN QUE ANDA POR AHÍ.
Antonio Muñoz Molina.
Hay quien solo ve el arte en las obras de arte; quien abre los ojos profesionalmente al llegar a una galería o a un museo y los mantiene cerrados hasta ese momento, y vuelve a cerrarlos cuando sale a la calle; hay quien ve el arte una vez que ha recibido la consigna necesaria para saber que es arte, y que es seguro por lo tanto admirarlo; hay quien ve el arte no en la obra de arte sino en la explicación que la acompaña, casi siempre escrita en un lenguaje de antemano artístico. Si la explicación es en inglés, abundarán en ella las palabras “explore”, “boundary”, “uncharted”, “challenge” “the Other” “gaze” etc. No son muchas pero sus posibilidades combinatorias son muy ricas. El arte es lo que hacen personas que aseguran ser artistas, y su destinatario son otras personas que tienen la autoridad para certificar que los artistas son artistas. Ocasionalmente, en el mejor de los casos, los destinatarios son especuladores y plutócratas que compran y almacenan y venden aquello que previamente han aceptado con la etiqueta de arte.
El resultado de esto es un gran aburrimiento. Una nube de expertos o de iniciados explica la obra en el lenguaje apuntado más arriba, pero la obra, si se la despoja de las explicaciones y se la mira a solas, no dice nada. Quizás no tiene nada que decir. Como decía Saul Bellow, ésta es una época de explicaciones. En los departamentos de literatura de las universidades los libros son mucho menos relevantes que las explicaciones de los libros. La lectura aislada, solitaria, soberana, es tan rara como la contemplación de la obra de arte sin envoltorios verbales. Uno quiere escuchar la voz del libro, palabra por palabra, no la de su intérprete académico. Uno quiere ponerse delante de la obra y observar con la atención necesaria para ver lo que la obra es, de qué está hecha, cómo. La obra, como el libro, ha de sostenerse por sí misma, con una firmeza indudable, con la seguridad de lo que no podía ser de otra manera. También, si uno se fija, la obra flota ligeramente sobre el suelo, con una ingravidez de dibujo de Paul Klee, de rectángulo de color de Mark Rothko.
Con el tiempo he ido descubriendo dos antídotos contra el tedio de lo previsible, de lo ensimismado, de lo artístico del arte. Uno de ellos es la fotografía. Otro lo que me gustaría llamar provisionalmente el “arte accidental”.
Los dos están muy relacionados. La fotografía ha tenido, y tiene, sus dosis de ensimismamiento y no es inmune a la tentación de lo “artístico”, que le viene desde sus orígenes mismos, cuando parecía que necesitara tomar prestada de la pintura su legitimidad estética (el cine empezó queriendo tomar la suya del teatro). Pero, por su propia naturaleza, por la relación franca e inmediata que tiene con el mundo visible, la fotografía corre mucho menos el peligro de confinarse en la celebración de sí misma. La vanidad es una de las pasiones más tontas, pero también más extendidas, así que sería poco imaginable que un fotógrafo, por el hecho de serlo, estuviera a salvo de ella. Pero el fotógrafo, más que ningún otro artista, lleva en su oficio la disciplina de fijarse en lo que sucede fuera de él, lo inesperado, lo no preparado, lo que le importa mucho pero apenas está bajo su control. Dice Cyril Connolly que cuando uno no siente amor ni curiosidad por los seres humanos debe escribir máximas o epigramas mejor que novelas. Algo de eso puede traducirse al ámbito de las artes. Un gran pintor puede ser un gran ensimismado, un misántropo, un ermitaño. Un fotógrafo tiene que salir a la calle a ver qué encuentra.
Llamo arte accidental a la belleza que existe de pronto sin que nadie la haya creado de manera consciente, y muchas veces sin que nadie se fije en ella. Es una belleza tan impersonal como la poesía que hay incrustada en las expresiones comunes del habla. El arte accidental existe solo en el momento de percibirlo. No deja registro, salvo que lo advierta y lo atrape la fotografía. El arte accidental rara vez es lo abrumador, lo excepcional o inusitado. Es algo con frecuencia tan habitual que se ha vuelto invisible. ¿Cuántas veces ha visto uno, en Nueva York o en Londres, esa advertencia escrita en el asfalto junto a la acera, acompañada por una flecha: LOOK? De pronto, un día, alguien se fija en lo que ha visto siempre, o en lo que acaba de descubrir porque es un recién llegado, y esa palabra utilitaria y banal como cualquier señal de tráfico cobra un sentido memorable. Es como el gong en un monasterio Zen, una llamada imperiosa, un mandato para abrir los ojos de verdad, de una vez por todas, para salir de la somnolencia robótica en la que va uno siempre sumergido. Hasta esas dos oes confirman el sentido, al convertirse en los dos ojos redondos de tan abiertos que nos hacen falta para mirar de verdad.